El amor todo lo espera… de ustedes también
Carta abierta
del Observatorio Cubano de Derechos Humanos a la
Conferencia de Obispos Católicos en el 400 aniversario de la Patrona de Cuba
Queridos obispos cubanos, a ustedes y a los
miles de sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos católicos,
dirigimos este mensaje, en este Cuatrocientos Aniversario de la aparición de la
imagen de la Santa Patrona de Cuba, la Virgen de la Caridad:
La sociedad y la Iglesia Católica cubana
viven un momento de definiciones cruciales en su relación centenaria. Ante
ambas se abren caminos que pueden recorrerse juntos, o bifurcarse si cualquiera
de las dos extravía el rumbo.
Las claves para tomar el mejor sendero siguen
siendo las contenidas en el mensaje “El amor todo lo espera” que emitieran Uds.
mismos en septiembre de 1993. Aquel histórico documento, que mantiene plena
vigencia a casi dos décadas de haberse hecho público, se expresaba en términos
que parecen retratar lo que hoy todavía vivimos:
La gravedad de la situación económica de Cuba
tiene también implicaciones políticas, pues lo político y lo económico están en
estrecha relación.
Nos parece que, en la vida del país junto a
ciertos cambios económicos que comienzan a ponerse en práctica, deberían
erradicarse algunas políticas irritantes, lo cual produciría un alivio
indiscutible y una fuente de esperanza en el alma nacional:
1. El carácter excluyente y omnipresente de
la ideología oficial, que conlleva la identificación de términos que no pueden
ser unívocos, tales como: Patria y socialismo, Estado y Gobierno, autoridad y
poder, legalidad y moralidad, cubano y revolucionario. Este papel, centralista
y abarcador de la ideología produce una sensación de cansancio ante las
repetidas orientaciones y consignas.
2. Las limitaciones impuestas, no sólo al
ejercicio de ciertas libertades, lo cual podría ser admisible coyunturalmente,
sino a la libertad misma. Un cambio sustancial de esta actitud garantizaría,
entre otras cosas, la administración de una justicia independiente lo cual nos
encaminaría, sobre bases estables, hacia la consolidación de un estado de pleno
derecho.
3. El excesivo control de los Órganos de
Seguridad del Estado que llega a veces, incluso, hasta la vida estrictamente
privada de las personas. Así se explica ese miedo que no se sabe bien a qué
cosa es, pero se siente, como inducido bajo un velo de inasibilidad.
4. El alto número de prisioneros por acciones
que podrían despenalizarse unas y reconsiderarse otras, de modo que se pusiera
en libertad a muchos que cumplen condenas por motivos económicos, políticos u
otros similares.
5. La discriminación por razón de ideas
filosóficas, políticas o de credo religioso, cuya efectiva eliminación
favorecería la participación de todos los cubanos sin distinción en la vida del
país.
Y como lo expresó nuestro Encuentro Nacional
Eclesial Cubano (ENEC): “La Iglesia Católica en Cuba ha hecho una clara opción
por la seriedad y la serenidad en el tratamiento de las cuestiones, por el
diálogo directo y franco con las autoridades de la nación, por el no empleo de
las declaraciones que puedan servir a la propaganda en uno u otro sentido y por
mantener una doble y exigente fidelidad: a la Iglesia y a la Patria. A esto se
debe, en parte, el silencio, que ciertamente no ha sido total, de la Iglesia,
tanto en Cuba como de cara al Continente, en estos últimos 25 años. Los Obispos
de Cuba, conscientes de vivir una etapa histórica de singular trascendencia,
han ejercido su sagrado magisterio con el tacto y la delicadeza que requería la
situación” (Nos. 129 y 168b), pero un sano realismo implica la aceptación de
dejarnos interpelar a nosotros mismos, lo cual puede no gustar, pero puede,
también, llevarnos a las raíces de los problemas a fin de aliviar la situación
de nuestro pueblo.
Queridos obispos cubanos:
Fueron ustedes los que acertadamente nos
recordaron que el camino a seguir era el diálogo entre cubanos y definieron con
claridad el tipo de interlocución que se requería cuando afirmaron:
Un diálogo con interlocutores responsables y
libres y no con quienes antes de hablar ya sabemos lo que van a decir y, antes
de que uno termine, ya tienen elaborada la respuesta, de los que uno a veces
sospecha que piensan igual que nosotros, pero no son sinceros o no se sienten
autorizados para serio.
Después de casi seis años de haber sido
sustituido por enfermedad el que fuera jefe del Estado por casi cuarenta y
siete años, las expectativas de reformas estructurales y de concepto que fueron
prometidas, distan mucho de estar a la altura de la crisis que enfrenta hoy la
sociedad. Ésta —y al parecer la propia Iglesia— se escinde entre aquellos que
creen que todo llegará a su hora, fruto de la paciencia, y los que, agobiados
por la creciente pobreza y la permanente falta de libertades básicas, han
emprendido el camino de la protesta e incluso de la resistencia. A este grupo
no se le ha respondido con un diálogo respetuoso, no se han escuchado sus
inquietudes y propuestas, sino que se le ha acallado con una creciente ola de
represalias policiales. Sin embargo, como ustedes bien proclamaron en 1993: Con
la fuerza se puede ganar a un adversario, pero se pierde un amigo, y es mejor
un amigo al lado que un adversario en el suelo.
La ausencia hoy de un diálogo nacional
abierto, incluyente y sin otra cortapisa que la civilidad, nos arrastra al
abismo de un nuevo ciclo de exclusión, de violencia nacional como opción desesperada
para imponer un futuro que ya vendría nuevamente marcado por el odio. Como
ustedes sabiamente indicaron el odio no es una fuerza constructiva.
Es sabido que al diálogo siempre se opondrán
los que se benefician del actual estado de cosas. Ustedes lo dijeron
valientemente hace casi dos décadas:
Sabemos bien que no faltan, dentro y fuera de
Cuba, quienes se niegan al diálogo porque el resentimiento acumulado es muy
grande o por no ceder en el orgullo de sus posiciones o, también, porque son
usufructuarios de esta situación nuestra, pero pensamos que rechazar el diálogo
es perder el derecho a expresar la propia opinión y aceptar el diálogo es una
posibilidad de contribuir a la comprensión entre todos los cubanos para
construir un futuro digno y pacífico.
Pero en 1993 ustedes dijeron mucho más:
Hacemos un apremiante llamado a nuestro
pueblo para que no sucumba a la peligrosa tentación de la violencia que podría
generar males mayores. Y agregaron con prístina clarividencia:
Pero es necesario también que nos preguntemos
serenamente en qué medida la intolerancia, la vigilancia habitual, la
represión, van acumulando una reserva de sentimientos de agresividad en el
ánimo de mucha gente, dispuesta a saltar al menor estímulo exterior. Con más
medidas punitivas no se va a lograr otra cosa que aumentar el número de los
transgresores, esto lo saben muy bien los padres de familia. Es muy discutible
el valor del castigo para humanizar, sobre todo cuando este rigor se ejerce en
el ámbito de la simple expresión de las convicciones políticas de los
ciudadanos. Queremos, pues, dirigir también un insistente llamado a todas las
instancias del orden público para que no cedan tampoco ellos a los falsos
reclamos de la violencia.
¿Cuál fue entonces el punto, queridos
obispos, en que algunos líderes y voceros de la jerarquía católica extraviaron
el sendero? ¿Cómo pudo ocurrir que cargados de las mejores intenciones esas
figuras cimeras de la Iglesia asuman en la actualidad una lógica y retórica
complacientes que los aleja cada vez más de la prédica de Cristo y de ese
llamado a nuestra conciencias que hicieran todos ustedes en 1993? ¿Cuándo
decidió la Conferencia de Obispos autorizar al Cardenal, hablando y actuando
prácticamente en nombre de toda la Iglesia, a tomar distancia de la prédica en
favor del diálogo respetuoso e incluyente y asumir la retórica del poder,
siempre pletórica de descalificaciones de todo tipo? ¿Pueden acaso esperar que
la sociedad cubana siga sus consejos y pautas cuando ustedes no ejercen la
corrección fraterna con quienes se alejan de ellos entre ustedes mismos?
La lógica de pactar la cooperación con un
poder abusivo con la intención de contener sus desmanes y conducirlo al buen
camino puede ser, seguramente está bien intencionada, y sin duda puede permitir
que se alcancen concesiones beneficiosas. Pero compromete —por razones de
principio y por su limitado perspectiva— el testimonio de dignidad y
credibilidad de una institución cuya lógica no puede ser política, sino la del
amor. La Iglesia no puede permitirse el lujo de hacer pactos —de jure o de
facto— que, guiados por una lógica de intereses o de poder, se realicen a
expensas de su compromiso con la lógica del amor.
Nadie niega, y a todos nos regocijan, los
avances obtenidos en la aceptación del papel social de la iglesia, frente a la
exclusión por motivos religiosos, desde que se diera a conocer “El amor todo lo
espera” hasta nuestros días. Ninguno fue una dádiva, todos son avances justos
—aunque todavía distan de estar a la altura plena de las circunstancias—, y a
ellos contribuyeron en no poca medida la visita del Papa Juan Pablo II, en
1998, y la más reciente de Benedicto XVI. Pero de nada valdrían esos pasos, u
otros que pudieran darse, si el precio a pagar fuese el extravío de la misión
esencial cristiana. Si se ha avanzado en el derecho a la libertad religiosa por
no exclusión de los que tienen dichas creencias, en la nación se ha recrudecido
la represión y exclusión de aquellos que no profesan la ideología oficial y se
expresan frente a los abusos de un poder que no se somete a un estado de
derecho ni permite libertades básicas de conciencia, expresión, reunión y
asociación. Errado es el camino de intentar preservar lo logrado a favor de un
grupo de víctimas, si el precio es la complicidad ante los abusos que se
imponen a otras.
Las declaraciones del Cardenal Jaime Ortega
Alamino en su presentación en la Universidad de Harvard han sido deplorables.
Su doble mención, discriminatoria una, de infidencia la otra, fue éticamente
inaceptable y carente de prudencia. En efecto, Mons. Agustín Román ya no está
entre nosotros para aclarar o rechazar sus afirmaciones; y su juicio sobre la
pretendida condición psíquica, jurídica y moral de compatriotas que ocuparon
pacíficamente una iglesia en señal de protesta y fueron desalojados, si no con
violencia dentro del templo, sí con recurso a la fuerza del brazo secular, fue
cuando menos, temerario, improcedente. Cualquiera puede tener un mejor o peor
momento al expresar una idea, pero el contenido, tono y actitud del Cardenal en
esta ocasión ha develado cuánto se puede haber alejado de la lógica del mensaje
medular que en 1993 emitiera la Conferencia de Obispos Católicos. Ha dejado
injustamente mal parada a la institución que le corresponde representar, y a
obispos, curas, monjas y laicos que de forma silente y abnegada han servido al
pueblo todos estos años y han intentado protegerlo frente a abusos muy diversos
a riesgo de no pocos peligros personales.
Los que suscribimos esta carta queremos, no
obstante, llamar a la cordura a quienes hoy pudieran ceder a la tentación de
dejarse arrastrar por el legitimo sentimiento de profundo agravio que las
palabras del Cardenal Ortega han provocado. Él tendrá que responder ante Dios
por sus actos y palabras. Pero con serena firmeza esperamos de los obispos,
sacerdotes, religioso(a)s, laicos cubanos, y de las autoridades del Vaticano,
que den muestras de renovado discernimiento, que ponga definitivamente coto a
este tipo de manifestaciones y aseguren que la Iglesia Católica Cubana sea consecuente
con el compromiso que hizo, según sus propias palabras no por casualidad, en
septiembre de 1993. El Cuatrocientos Aniversario de la aparición de la imagen
de la Virgen de la Caridad está llamado a recordarse como el año de la
consolidación del compromiso eclesial con su pueblo, sobre la base de las
prédicas de Cristo y no como un dato estadístico significativo en la asistencia
a procesiones.
No hay mejores palabras para cerrar este
urgente mensaje que las empleadas por ustedes mismos en el de 1993:
Hemos pedido al Señor dirigir este mensaje en
su lenguaje de amor, sin lastimar a ninguna persona, aunque cuestionemos sus
ideas en diversos aspectos, porque de lo contrario Dios no bendeciría el
humilde servicio que queremos prestar a cuantos libremente quieran servirse de
él.
Al igual que en 1993 la Iglesia supo
descifrar las angustias de la sociedad cubana, deseamos y esperamos que hoy
preste oídos a este reclamo… antes de que sea demasiado tarde.
Observatorio Cubano de Derechos Humanos