En el medievo los peregrinos acudían a Santiago de Compostela, en Galicia,
en busca de indulgencias para entrar directamente en el reino de los
cielos sin pasar por la desagradable experiencia del purgatorio o la
aburrida espera del limbo (espacio teológico, por cierto, que
últimamente fue clausurado). Recorrían el famoso Camino de Santiago
(unos cuantos cientos de kilómetros si se hace desde el Pirineo
francés), le daban un abrazo al santo de palo y la gloria estaba
asegurada.
Algo así es lo que hoy sucede con la cúpula chavista.
Los peregrinos del aparato bolivariano llegan al paraíso tras recorrer
el Camino de la Habana a darles un abrazo a los hermanos Castro, dos
ancianos que a estas alturas de la vida también tienen cierta
consistencia calcárea, o, en palabras de Agustín Lara, “alabastrina”.
¿Qué hacen chicos como Maduro,
Cabello y Jaua en un sitio como ése? Obvio: van a aprender la única
materia en la que Cuba es la mayor experta del planeta: supervivencia
política. Los Castro, que han conseguido fracasar en todo lo
concerniente a la producción de bienes y servicios, al asombroso extremo
de haber liquidado la centenaria industria azucarera, han logrado, sin
embargo, aferrarse al poder durante 54 años, sobreviviendo a larguísimas
e inútiles guerras africanas, decenas de aventuras guerrilleras y
terroristas, y a la desaparición de la URSS, padre, patrón y financista
del disparate cubano.
¿Cómo lo han logrado? Esto es importante, porque ahí radica la esencia de la lección cubana a los venezolanos:
Primero,
manteniendo una absoluta disciplina dentro de la estructura de poder.
Sólo existen una sola cabeza, una sola voz, un solo aplauso. No puede
haber disenso ni desviación. No hay espacio para vertientes. Al
funcionario o dirigente que se mueva lo aplastan o lo extirpan, previa
la pública demostración de que era un canalla.
Segundo, control absoluto de la
maquinaria que hace las reglas (ese coro afinado que funge de
parlamento) y de la institución que las aplica como les conviene a los
mandatarios (el poder judicial, que es sólo una familia de verdugos
obsecuentes al servicio de los gobernantes).
Tercero, control total, también, de
los medios de comunicación que dan cuenta de los hechos públicos y
privados. La realidad es lo que decide quien tiene encomendado
describirla. Las contradicciones no existen. Una de las principales
funciones del Estado es mantener oculto cualquier aspecto que desmienta
el discurso o relato oficial.
Para lograr esos objetivos e inducir los
comportamientos que promueven la obediencia, los soviéticos crearon un
muy eficiente sistema de estabulación ciudadana.
Las
personas eran colocadas en establos institucionales, clasificándolas
por la edad, el género y la ocupación, siempre vigiladas por la policía
política a una distancia ostensible, para hacer sentir la presión e
infundir miedo. (Es muy importante que las personas sientan temor para
que no se rebelen o protesten).
Al cabo de un par de generaciones ese tipo de Estado
se consolida. Ha surgido “el hombre nuevo”, pero no exactamente la
criatura desinteresada, solidaria y laboriosa que preveía Marx, sino un
tipo inmovilizado por tres cadenas indestructibles:
La fuerza de la inercia. Las cosas se hacen así, porque siempre se han hecho de esa manera. No hay alternativa a la incomodidad que produce ese Estado torpe y burocrático.
El miedo a la represión. La cárcel, muy dura, y las
ejecuciones sumarias son eficaces para inducir la obediencia. Los
ciudadanos en los Estados totalitarios sólo creen en huir. Como afirma
el periodista Juan Manuel Cao, el comunismo terminó con una avalancha de
gente que huía, no de gente que peleaba. La docilidad es una forma de
adaptación al sistema.
El síndrome de indefensión. Las
personas aprenden, desde la niñez, que el régimen es imbatible, de
manera que no tiene sentido oponérsele. Los padres, que quieren proteger
a sus hijos, son los grandes propagadores de ese síndrome. Ellos
enseñan a sus hijos a bajar la cabeza y obedecer para que no les hagan
daño.
¿Qué más van a aprender los chavistas de sus maestros
cubanos? Una lección estratégica clave: no es el momento de abrir otros
frentes. Debe volar la paloma de la paz. A los gringos se les mandan
mensajes tranquilizadores. A los grandes capitales se les asegura que no
habrá mayores radicalismos. A los países del vecindario, que no deben
temer la permanencia del postchavismo. A la oposición, palo y
tentetieso.
Ya habrá tiempo de ajustarles las tuercas a esos enemigos naturales cuando caiga totalmente el telón de acero.