Haroldo Dilla Alfonso.
Santo Domingo 19/Marzo/2012
La reciente ocupación de
varios templos católicos por grupos de opositores —y la permanencia de algo más
de una docena de ellos en uno de la capital por 48 horas— pone sobre la mesa
otra señal de cómo se empieza a jugar la política en Cuba, y de la persistencia
de esos actos disruptivos que el Gobierno gusta denominar “situaciones
inusuales”.
El suceso en sí no creo que
pueda aspirar a trascendencia histórica. Un grupo de oposición desconocido
denominado Partido Republicano (nombre fatal por analogía) lanzó a par de
docenas de sus miembros a ocupar cuatro iglesias en el país, y finalmente lo
consiguió en un caso, en la capital. De inmediato la Iglesia reaccionó
condenando la acción, mientras el Gobierno se mantuvo expectante y prestó el
faraónico Granma para que las autoridades eclesiásticas dieran a conocer
sus opiniones y de paso explicitaran los ribetes de sus romances con el poder
político. La oposición —casi en bloque— también mostró su desacuerdo con la
ocupación. El consenso lo rompieron los empresarios del anticastrismo en Miami,
quienes saludaron las ocupaciones y, para no ser diferentes esta vez, auguraron
el comienzo del final del Gobierno cubano.
Hay, por supuesto,
interrogantes en este hecho que serán develadas en el futuro. Y la primera de
ellas es quién está detrás de este Partido Republicano, capaz en su primera
acción pública de movilizar a dos docenas de personas, una cifra astronómica
para una oposición fragmentada, reprimida y penetrada por la policía. Y en el
último sentido, hasta qué punto los órganos de la llamada seguridad del Estado
conocían de este hecho, y sencillamente lo dejaron correr —o eventualmente lo
alentaron— para colocarse súbitamente como acreedores de la Iglesia en esta
relación de amor institucional donde todo se espera. Pues en última
instancia, el único ganador neto de todo esto ha sido el Gobierno cubano.
Pero dejo estas y otras
elucubraciones al futuro y a los amantes de las teorías de las conspiraciones,
para colocarme en otro eje de análisis. No se trata de valorar si este hecho
fue coyunturalmente pertinente, o de entrar en la disquisición acerca de si fue
un acto respetuoso o no de una autoridad que supuestamente lo merece. Lo que
quiero apuntar ahora es que se trata de un acto marcado por un interés político
de grupos sin voz pública, y que no hacen otra cosa que intentar compartir
tanto la visibilidad como la relativa permisividad de que gozan las autoridades
eclesiásticas.
Es un precio que debe pagar
el Gobierno al jugar a la apertura maniatada que ha beneficiado a la Iglesia
católica a cambio de apoyos públicos. Pero que también deben pagar los
herederos de Pedro y Pablo por intentar conservar un espacio protegido de
autonomía en una sociedad donde nadie la tiene.
Es, en resumen, algo que va
a seguir sucediendo en esta apertura limitada de espacios que señaliza la lenta
y no planificada transición desde un sistema totalitario a otro autoritario. Es
decir desde un sistema no democrático que aspira a controlar todo, hasta otro
también no democrático que aspira a controlar los resortes fundamentales. Sin
que entre uno y otro existan diferencias respecto a la oposición, pues entre lo
que es fundamental figura obviamente el poder político incontestado, condición
imprescindible para la dulce metamorfosis burguesa de la élite
postrevolucionaria.
Hasta el momento, la visita
del Papa Benedicto XVI había sido evaluada como una suerte de juego win-win,
en que todo el mundo ganaba. Ganaba el Gobierno al abrirse una puerta
internacional sin condicionantes. Ganaba la Iglesia, al colocarse bajo los
intensos spotlights del papamóvil y solidificar sus compromisos con el
Gobierno. Incluso ganaba la nación cubana al motivar nuevos acercamientos entre
la diáspora y la comunidad insular. Y la oposición, gozando las especulaciones
sobre una supuesta reunión con Benedicto que, se dé o no, le va a permitir
acaparar visibilidad política.
Pero ha sucedido algo
imprevisto en este juego exacto con cartas marcadas: nadie contaba con la
beligerancia de otros pequeños grupos de la oposición que también reclaman un
lugar bajo el sol. Incluso si en el futuro se comprobara que en este hecho hubo
manipulación(es) desde La Habana o desde Miami, la conclusión sería la misma.
Y es que la política es
fluida, como la economía. Algo a lo que los dirigentes cubanos no han estado
acostumbrados, pues han practicado por medio siglo una política regulada hasta
en sus mínimos detalles y organizada en estancos sólidos y sin otra
comunicación entre ellos que la que autorizaba la propia élite política. Pero
era un estado anormal que ahora está cambiando. Y está sucediendo que la gente
busca las oportunidades donde las hay, como en la economía. Y si los templos
brindan esa oportunidad, hacia allá corren en tropel alegre.
Hay costos visibles en lo
que ha sucedido.
- La distancia adoptada por
la oposición no se explica por sí sola, pues esta oposición ha ensayado también
sus “situaciones inusuales” y ha solicitado solidaridades cuando sus miembros
han sido agredidos en la vía pública.
- La Iglesia, por su parte,
ha estado obligada a pronunciarse sobre el hecho en sí, y lo ha hecho de una
manera muy poco convincente, calificando a la acción como “ilegítima e
irresponsable” y condenando “todo acto que pretenda convertir el templo en
lugar de demostraciones políticas”. Algo incongruente si tenemos en cuenta lo
costoso que resulta para una institución que se proclama plural, condenar a una
sola parte en un juego en que todos quieren ganar espacio. Y proviniendo,
además, de una institución que siempre ha hecho de sus espacios —templos y
púlpitos incluidos— lugares productores de políticas, a veces para bien y a
veces para mal.
- Solo ha ganado el
Gobierno cubano, que sencillamente no dijo nada, o casi nada. Se limitó a
esperar a que la Iglesia misma le pidiera un ejercicio muscular que ha sido —al
menos ha quedado consagrado como— ejemplarmente soft. Una ducha pública
de sensatez, moderación, espíritu de colaboración y voluntad aperturista.
Ciertamente muy distante de la manera como ese mismo Gobierno apalea arresta,
difama y hostiga a cuanta persona intenta usar sus derechos innatos a la libre
expresión. Un tributo a la visita de Ratzinger en momentos en que los flashes
centellean sobre La Habana.
Imagino que ahora vendrán
los alegatos oficiales sobre la conspiración imperialista, la baja calaña de
los ocupantes o de cómo el dinero de la mafia de Miami lo financió todo.
Todo un tema para los blogueros oficiales mal pagados. Y es probable que sea
verdad total o parcialmente. Pero creo que si efectivamente un grupo de
ciudadanos decidió ocupar los templos para mostrar sus puntos de vista ante la
carencia de otras vías para hacerlo, tienen todo el derecho. Como lo han tenido
las Damas de Blancos marchando por la Quinta Avenida, Estado de Sats armando
sus coloquios, los blogueros escribiendo sus posts, el Observatorio
Crítico imaginando el socialismo de otra manera y otros tantos que tienen
derecho a pensar que las cosas se pueden hacer diferentes y mejores en el país
en que nacieron. Como lo hicieron los jóvenes anti batistianos cuando secuestraron
a Fangio. Nunca olvidemos que el derecho que le negamos a alguien, es el mismo
que luego nos negarán a nosotros. La impertinencia que le achacamos a alguien,
es la misma que luego nos achacarán a nosotros.
Creo que tanto el Gobierno
como la Iglesia deberían hacer una relectura de esta situación, entender que
esta oposición llegó para quedarse, que no se pueden abrir parcelitas
reservadas de críticas y aspirar a que los excluidos las respeten. Y que no se
puede mantener un sistema tan duro y tan frágil sin esperar una catástrofe
final que nos concierne a todos. Creo que es hora de que obispos y generales
entiendan definitivamente que la patria es de todos.
De cualquier manera,
volviendo a un asunto anterior, también creo que siempre queda algo bueno de la
visita de Ratzinger a Santiago y La Habana. Por el momento lo más visible es la
reparación de calles e inmuebles por donde debe pasar el jefe de la Iglesia, lo
que según los cubanos es una base firme para su futura beatificación. Pues,
efectivamente, dicen, Ratzinger hace milagros.
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